La construcción de las calzadas por parte de los romanos obedecía más a motivos estratégicos y militares que a meros intereses económicos. Las calzadas permitían el rápido movimiento y traslado de las tropas romanas de una a otra parte de su imperio; sólo secundariamente esas mismas calzadas facilitaron el transporte de mercancías, si bien la mayor parte del transporte de mercancías se realizaba por vía marítima, dada su rapidez, en las naves onerariae, la naves de carga de hasta 200 toneladas que abastecieron a todo un imperio durante siglos.
Las calzadas se realizaron sobre caminos ya existentes, sobre senderos y caminos de tierra, pero exigen un gran trabajo de drenaje, excavación, aplanamiento, etc., hasta su aspecto final con empedrado. Las calzadas quedaban sólidamente dispuestas al asentarse sobre una capa inicial de grava, otra de cemento y finalmente con las grandes losas colocadas en grandes bloques. En latín el término capa, pavimento y calzada es el mismo: strata, de donde deriva en castellano el término estrato, pero en el terreno de las vías tenemos el término italiano para carretera y autopista, strada y autostrada, el término inglés y el término alemán para calle, street y Strasse, respectivamente. El principio de construcción era buscar en la medida de lo posible la línea recta, hasta tal punto que en ocasiones recurrieron a complejas obras de ingeniería para salvar los obstáculos naturales: puentes, galerías en la roca o cortar la roca en los pasos de montaña.
En un principio su construcción consistía en la colocación de grandes bloques de piedras o losas que por su peso se mantenían fijas. Sin embargo, el sistema se perfeccionó y Vitruvio nos informa de su construcción. Para su construcción se definía el trazado y se marcaban dos surcos paralelos separados 2,5 metros; se excavaba el espacio entre los surcos y se llenaba el hueco con cuatro capas de distintos materiales, siendo el último de ellos el pavimento; las capas eran primero el statumen –grandes cantos rodados-, luego el rudus –cantos rodados de tamaño medio-, el nucleus –grava mezclada con pequeños cantos rodados- y por último el pavimentum o summa crusta –grandes losas planas-. En su conjunto la calzada tenía un metro de profundidad y su durabilidad y fuerza residía en sus cimientos, en su primera capa. No obstante, cada zona requería una mayor o menor capa de statumen: apenas usados en ífrica, menos aún en pasos montañosos, sin embargo eran muy necesarios en el resto de Europa; además, debían ser más grueso donde más tráfico había para no ser destruida. En ocasiones, según el terreno, se colocaban en los laterales troncos para sujetar la estructura de la calzada; así ocurría en las zonas pantanosas, por ejemplo, en Britania.
Por otro lado, para evitar la acumulación de agua en la calzada, lo cual podría suponer su hundimiento, los romanos las construían abombadas, es decir, ladeadas para que el agua de lluvia se evacuase hacia el exterior y no se quedase estancada en la superficie del centro; a los dos lados de la calzada se excavaba una pequeña zanja –fossa-, como las actuales cunetas, a dos o tres metros de distancia sin vegetación para acumular esta agua de lluvia. Por esta misma razón, los romanos construían sus calzadas normalmente sobre un terraplén –agger– de un metro de altura o incluso más para la eliminación del agua y para una mejor visión de la zona por parte del ejército cuando las atravesaba.
El pavimentum debía ser duro y uniforme, lo cual dependía en muchas ocasiones de la piedra utilizada; en algunas calzadas las losas del pavimento estaban pulidas y eran colocadas sobre un nucleus de arena o arena y cal; estas losas solían tener forma piramidal y la punta se hundía en el nucleus obteniendo así un mayor agarre; estas losas necesitaban dos hombres para ser movidas; no obstante, su forma poligonal obligaba a hacer auténticos rompecabezas para encajarlas y dejarlas niveladas. En otras ocasiones, la calzada tenía su pavimento de grava que se apisonaba con grandes troncos o grandes bloques de piedra, logrando así una superficie compacta y uniforme.
Las vías romanas solían tener 4 metros de ancho, aunque sabemos que en momentos puntuales podían llegar a tener hasta más de 6 metros y, de manera general, en los accesos a Roma las calzadas tenían 12 metros de ancho con un tercio de esta superficie dedicada a aceras.
Los romanos establecieron a lo largo de estas vías los miliaria o lapides, «miliarios», es decir, colocaban piedras con inscripciones en los que se indicaban la milla en la que uno se encontraba dentro de una determinada vía, es decir, es como los bornes o mojones que actualmente en las carreteras nos indican el punto kilométrico de determinada carretera, autopista o autovía. Octavio Augusto mando erigir un miliario en el Foro Romano recubierto de bronce dorado –Miliarium Aureum– donde se podían leer en miles de millas las distancias entre Roma y las principales ciudades de su imperio; sería como el kilómetro cero que se puede ver en la Puerta del Sol de Madrid. Por cierto, los romanos medían en millas, es decir, milia passuum, «miles de pasos»; teniendo en cuenta que un paso mide 1,472 metros, una milla equivale a 1,472 kilómetros.
Las calzadas romanas reciben en latín el nombre de viae, asignándoles a cada una de ellas el nombre del magistrado que propuso o se encargó de su construcción, normalmente un censor. Así, la primera calzada romana construida fue la vía Appia, mandada construir por el censor Apio Claudio el Ciego en el año 312 a. C., comunicando Roma con Capua, al sur de Roma.
Lógicamente, la red inicial de carreteras comunicaba Roma con el resto de la península Itálica; después se construyeron dos vías para salir de dicha península, una hacia el oeste, hacia la Galia e Hispania, y otra hacia el este, hacia Grecia y Asia Menor.